lunes, 11 de junio de 2018


Llanes, 18 de julio de 1936
Hoy, como cada año, empiezo el día estrenando
un nuevo diario, por supuesto, como
siempre, del color del musgo húmedo, igual
que el que me regalaron a mis quince años. Sé
que pensarás que soy rara. Yo prefiero pensar
que soy original: en lugar de que el año empiece
el uno de enero, lo empiezo el 18 de julio,
mi cumpleaños. Cumplo veintidós años. Tal
vez, con un poco de suerte, por fin dejen de
verme como la pequeña de la casa, aunque lo
dudo; en todas las familias, el último en nacer
lo hace con el sambenito de no crecer nunca
ante los demás.
Tula se ríe de mí porque ya hace más de una
semana que fui a buscar mi nuevo cuaderno
para tenerlo hoy sin falta.
Mientras me arreglo frente al espejo, viendo
mi cara reflejada en él, me pregunto en qué
medida van a cambiar nuestras vidas por los
acontecimientos que están sucediendo. En estos
últimos días no han parado de llegar rumores
de un alzamiento militar en contra de la
República. Realmente, España es un caos ingobernable,
aun así, no creo que la solución
pase por el golpe militar que solapadamente se
está incubando. Los ánimos están caldeados,
tanto en las derechas como en las izquierdas.
Desde las últimas elecciones, con el triunfo del
Frente Popular, España ha entrado en una situación
de desgobierno, anarquía, intranquilidad,
injusticias y revanchismo. El país se ha
vuelto caótico. Cada día se aprueba una nueva
ley más desestabilizadora que la anterior y
más desfavorable para las derechas. La clase
obrera ha adquirido un poder tal que hace
temblar los cimientos de los industriales, de los
grandes terratenientes, de clérigos y oficiales
del Ejército. Partidos y sindicatos, a su vez
subdivididos en partidos y fracciones, sobre
todo en las izquierdas, quieren destruirse entre
ellos.
Voy a ir hasta la sede de Falange. Aunque
oficialmente clausurada desde que ilegalizaron
el partido, en el mes de febrero, seguimos reuniéndonos
allí de forma discreta; eso sí, nuestros
uniformes no han vuelto a ver la luz desde
entonces.
No puedo comprender cómo los políticos no
han entendido que nuestro partido, la Falange,
tiene como base conceptos socialistas. En lugar
de perseguirnos e ilegalizarnos más les
hubiera valido escuchar a nuestro fundador,
José Antonio Primo de Rivera: él sí que habría
sabido sacar a España del atolladero en el que
la han puesto entre unos y otros.
De nuevo, frente al espejo, me peino. Soy un
calco de mis hermanas: las cinco nos parecemos
a mi madre; el pelo negro ensortijado, los
ojos oscuros, delgadas; en la estatura, Ana y
Tula son como mamá; en cambio, Henar, Celia
y yo, al igual que mi hermano Quino, somos
más altos, salimos a nuestro padre; los seis
estamos acostumbrados a ser reconocidos por
nuestro parecido y a oír la misma pregunta:
¿Tú eres de don Cosme? ¿Eres hija de doña
Ángela?
Hablando de mamá, cada vez le preocupa
más que yo pertenezca a la Falange, y quiere
que lo deje. Sé que está sufriendo; no puedo
ponerme en su piel: aún no soy madre. En sus
ojos veo dolor y tristeza; tres hijos desperdigados
por el mundo, con los que la comunicación
depende del servicio de correos; Ana en Ávila;
Celia y Quino en Méjico. A Quino lleva dos
años sin verle; a Celia, ya son siete. Menos
mal que Celia y sus dos hijos ¡por fin vienen!
Llegan este mes a pasar una temporada, espero
que larga, con nosotras.
Desde la marcha de Quino, mamá siente que
estamos desprotegidas por la falta de un hombre
en casa. Es su manera de verlo, aunque
nosotras no lo percibamos así: sabemos que
nos protegemos las unas a las otras.
Bajando por la calle Mayor, canturreo en voz
baja mi canción: Bonita calle Mayor, eres estrechina
y larga; cuando voy por la salida, no
me acuerdo de la entrada. A medida que me
acerco al centro, se me corta la canción. Percibo
en la gente con la que me cruzo, sentimientos
de ira, miedo, odio.... Hay crispación
en el ambiente, tensión, desconfianza. Personas
que desde niña he saludado, con las que
me he parado a hablar, preguntándonos mutuamente
cómo están nuestras familias, ahora
pasamos rápidamente de largo con un escueto
‘adiós’. Sólo tengo que mirar a mi alrededor,
ver este Llanes que tanto quiero, cómo se ha
dividido en dos bandos.
En la sede me confirman que ayer Franco se
alzó en Melilla y todo Marruecos con él. Al poco
de llegar, recibimos un cable: el alzamiento
ya es un hecho en varias ciudades de España.
Me fui rápidamente a casa a avisar que, de
momento, es mejor no salir. Puede haber disturbios.
Menudo día para celebrar mi cumpleaños.
Hoy en Parres se celebra Santa Marina.
Desde hace unos años Tula y yo nos íbamos
con nuestras amigas a la romería. Este año no
puede ser, tal y como están las cosas...
Celebramos mi cumpleaños con una comida
especial, como siempre, en la que me sentí
como una princesa, rodeada de mamá, mis
hermanas, tía Berta, tío Pedro y los primos. Me
han regalado unos zapatos blancos; tenían fácil
la elección: hace días que los había visto en
la zapatería y no callaba diciendo lo mucho
que me gustaban.
Después de comer, tanto jóvenes como mayores
se fueron a echar la siesta. Me quedé
ensoñada en la galería; hoy no soy capaz de
dormir. Asomada a la ventana contemplo la
mar; me pregunto qué va a pasar, qué será de
nuestra forma de vivir.
En el transcurso de mi vida ya ha habido
demasiados cambios, y ninguno para bien. El
primero fue cuando murió papá. Yo era pequeña;
me faltaba poco para cumplir doce años y
no entendía lo que pasaba, pero veía lo que
sucedía a mi alrededor. Ana, con el rosario entre
las manos, desgranaba misterio tras misterio,
rezando por el alma de papá, mientras Tula,
rabiosa e indignada con la vida, se peleaba
con ella, ¡con alguien tenía que pelear!, diciéndole
que papá no necesitaba tantos rezos.
Mamá no paraba de llorar. Quino, abrazado a
ella, le repetía incesantemente que no se preocupara,
ahora él era el hombre de la casa.
Henar fue la que cogió las riendas del descalabro
y volvió a poner en marcha el engranaje
de la casa, ayudada por tía Berta.
Lo peor era que, miraras donde miraras, todo
se había vuelto negro: vestidos de negro de
pies a cabeza. Solamente veíamos el blanco
en nuestros camisones y sábanas. Ese negro
estaba recordándonos constantemente que
teníamos que sufrir y llorar, si no, no éramos
buenos hijos.
La marcha de Ana a Ávila creo que fue un
hecho que no nos marcó a ninguno de los
hermanos: era la única que siempre había vivido
al margen de los demás. En cambio, cuando
Celia se fue a Méjico, sí que lo notamos,
sobre todo Henar, que durante un tiempo estuvo
cabizbaja y triste.
Arriba, la habitación de invitados siempre se
mantenía cerrada. Henar hizo lo mismo con la
de Celia cuando se fue para Méjico.
El peor momento fue cuando Quino decidió
irse también a vivir a Méjico. Se había ido mi
gemelo, mi otro yo. ¡Cuánto lloré! ¡Cuánto
maldije a ese país! No podía entender que no
me dejaran ir con él, después de mil súplicas
en todos los tonos y con la cantidad de posibilidades
que les planteé. Y lo que tampoco era
capaz de entender era que él no quisiera llevarme.
¡La ingenuidad de la edad! Poco tardé
en darme cuenta de que cada uno tiene que
vivir su propia vida, no la del otro.
Tras su marcha, se decidió que yo bajara a
dormir con mamá al segundo. Tula hizo suya la
habitación de Celia, y cerró las puertas de doble
batiente del dormitorio de dos camas, donde
siempre habíamos dormido juntas Tula y
yo, y que tantas confidencias guardaba, esperando
el día que alguien volviera, aunque sólo
fuera de visita. Abajo cerraron la habitación de
Quino.
No soporto ver tantas puertas cerradas: me
recuerdan, al igual que las ropas negras de luto,
que las personas que más quiero van desapareciendo
de mi vida poco a poco.
Y ahora, ¿qué va a suceder? Los hombres
sólo hablan de que habrá guerra y se les llena
la boca al decirlo. Es como si dieran una gran
noticia: vuelven a ser los guerreros de la tribu,
los luchadores, los vencedores. Ni siquiera se
plantean la posibilidad de la derrota. No les
importan las vidas que se pueden segar. Ante
la palabra ‘lucha’ pierden los parámetros.
En cambio nosotras, ante la misma palabra,
vemos la muerte de nuestros padres, hermanos,
hijos... el quebranto de nuestra vida cotidiana,
los pequeños problemas domésticos, la
lucha diaria de sacar a la familia adelante, enamorarnos,
casarnos, tener hijos. ¡Qué gran diferencia
hay en el planteamiento de vida entre
los hombres y las mujeres!
A media tarde, Tula y yo nos fuimos a ver el
ambiente que se respiraba por las calles. Pasamos
por la sede de Falange: no hay noticias.
Decidimos ir a dar un paseo con las amigas.
―Tula, vamos hacia el puente. He quedado
con Jaime a las seis.
Jaime Jáuregui, mi Teniente del Ejército español,
mi gran amigo, mi gran amor. ¿Cómo
describírtelo? ¿Cómo hablar de él? ¿Cómo definirle?
Lo primero que me llamó la atención de él
fue su caminar un tanto desgarbado, ese andar
de los hombres altos y delgados, de brazos y
piernas largos y movimientos descoordinados,
similar al de los cachorros patosos y torpes,
que producen ternura y sonrisas; la humildad
que transmite en su porte, en sus gestos; la
chaqueta no la lleva colocada sobre los hombros
sino que le cuelga de ellos de una forma
tan natural que hace de él alguien cercano, te
invita a conocerle. Está claro que con la guerrera
del uniforme su porte es otro. Su cara,
enmarcada por un mechón negro, que siempre
se empecina en caer sobre su frente, así como
su mirada penetrante y un tanto risueña, y su
voz grave, hacen de él un hombre muy atractivo.
Yo le veía como un sabio distraído. Había
oído comentarios sobre él: decían que era inteligente
y culto. ¡La sorpresa que me llevé
cuando me lo presentaron y me dijo que era
militar! Es la antítesis de lo que yo entendía
por un teniente del Ejército. Al irnos conociendo,
lo que me enamoró fue su sentido del
humor, divertido y bromista: siempre me hace
reír; y ese punto romántico y tierno, a la vez
que fuerte y decidido. ¡Cómo me gusta!
Nos reunimos con Jaime. Los bares de junto
al puente estaban llenos. La gente daba grandes
voces comentando la situación y diciendo
a gritos que esta noche empezaban ellos:
había llegado el momento de cumplir todas las
amenazas lanzadas contra la gentes de derechas.
Vimos a Henar, que venía a buscarnos. De
repente sonó la sirena de la Rula del pescado.
¡Qué sirena, Dios mío! ¡Qué susto! ¡Qué bote
pegamos! Es agobiante el ruido que mete. Las
mujeres empezaron a gritar, diciendo que era
la señal convenida para que los hombres cogieran
las armas que tuvieran y se echaran a
la calle.
―Martina, temo que empiece a haber disturbios
―nos dijo Jaime―. Caminad las tres juntas
para casa, tranquilas, como si fuerais paseando.
No os paréis y no miréis hacia atrás.
Yo os seguiré discretamente hasta que entréis
en el portal.
―Gracias, Jaime. Tal vez mañana podamos
dar un paseo.
―Según como esté el ambiente, paso o no a
buscarte.
Al explicarle a mamá el revuelo que se ha
montado, nos dice que hay que ir a buscar a
su prima Carlota, que vive a dos portales del
nuestro, para que pase la noche en casa con
nosotras; mamá teme que le asalten la casa.
Carlota es de Llanes. Al casarse se trasladó a
vivir a Madrid. Los veranos los pasa aquí. Al
enviudar, pensamos que tal vez se instalaría
definitivamente en la villa. Pero no: tiene su
vida hecha en la capital. Nada más llegar, recibió
un anónimo en el que le decían que se fuera
inmediatamente, que su vida estaba en peligro.
Su respuesta fue: “He nacido en Llanes, y
de aquí no me echa nadie”. Está claro que las
mujeres Valdés no se dejan doblegar. A cabezonas
no hay quien nos gane.
Ya están todas en la cama. Salgo a la galería.
Es mi momento. Me sereno, me permito
soñar con el hombre que amo. Luego viene mi
otro momento: me meto en la cama, reclino la
espalda en el cabecero, doblo las piernas,
apoyando en ellas mi diario, y escribo acompañada
por el sonido de fondo de las olas, en
su incesante subir y bajar en la pequeña playa
del Sablín. Me dejo llevar por las palabras que
expresan mi pensar y mi sentir. Contigo, mi
Cómplice, fiel compañero, puedo ser auténticamente
quien soy.
Son mis dos formas de descansar el alma:
mirando la mar y escribiendo.
No se ve ni una sola luz en las casas. La noche
está muy estrellada, la mar en calma, silencio...
De pronto aparecen dos gaviotas volando
muy juntas, con las alas casi rozándose,
en un vuelo lento, majestuoso; cruzan hasta
San Antón y desaparecen. Momento mágico el
que acabo de vivir.
El vuelo acompasado de las gaviotas me lleva
a Jaime. Me enamoré de él nada más conocerle.
Es curioso el efecto del amor: no creía
en los flechazos y recibí uno en pleno corazón.
En las conversaciones con las amigas, en las
que hablábamos de futuros novios, yo mantenía
que nunca... nunca me casaría con un militar.
¡No digas de esta agua no beberé...! Ahora
ya no puedo imaginar mi vida sin él. Quiero,
como esas dos gaviotas, volar juntos para
siempre.
―Henar, qué susto me has dado. Creí que
estabas arriba.
―Tú tampoco puedes dormir. Traigo chocolate
recién hecho; nos va a sentar muy bien.
Asomadas a la ventana, con las tazas apoyadas
en el alféizar, hablamos de lo que se
nos viene encima. Hace meses que esto se
estaba fraguando. Ya me habían informado y
ahora confirmado que estamos en guerra; por
mucho que se lo repita, Henar no me cree,
piensa que es pasajero, una revuelta más,
unos días y todo volverá a su cauce.
El chocolate está buenísimo. Nadie lo hace
como ella. El suyo siempre tiene un toque especial.
Enciende un cigarrillo; no me gusta fumar,
pero me encanta ver cómo lo hace: inhala el
humo, lo retiene unos instantes y lo expulsa
lentamente por la boca. Disfruta de cada calada
que da.
―Martina: sólo me faltaría no tener tabaco, y
por ahí sí que no paso. ―Me mira fijamente―.
No puedo imaginar la vida sin fumar.
¿Por qué será que nadie se libra de tener algo
o alguien que nos hace la vida inimaginable
si nos faltara?
―Tranquila; hablaré con Jaime y tabaco no
os va a faltar, ni a ti ni a tía Berta.
―Cualquier excusa es buena para hablar
con él, ¿verdad?
No sé qué contestar. La miro y sonrío. Decido
cambiar de tema. No es que no le tenga
confianza, pero a ella y a Celia, inseparables
hasta que ésta marchó a Méjico, siempre las
he visto como a las hermanas mayores, y el
respeto que les tengo me impide hablar de
ciertos temas.
―¿Has visto cómo está Tula? ―Era una
manera de cambiar de tema―. Es un saco de
nervios. Hay que entretenerla. Y además, tenemos
a Carlota y su criada.
―Eso, seis mujeres en casa; menudo gallinero
que tenemos. La pena es que no ponen
huevos.
Las dos soltamos la carcajada, mandándonos
callar la una a la otra, para no despertar a
las demás.
―Del gallinero te tienes que encargar tú. Si
se ponen a cacarear demasiado, puedes llamar
a tía Berta, ¡verás cómo callan!
Qué dos hermanas más diferentes somos:
todo lo que yo tengo de impulsiva, ella lo tiene
de reflexiva; yo inquieta, ella serena; tiene una
inteligencia desbordante, y un gran sentido del
humor, muy irónico. Es absolutamente pragmática:
le cuentas algo y de inmediato su realismo
te corta cualquier tipo de ilusión. Es el
perfecto abogado del diablo. Es más inglesa
que el Peñón de Gibraltar. Eso sí, entiende mi
postura de falangista aunque no la comparta.
―Por cierto, ¿cómo va el tema de Jáuregui?
―vuelve a insistir.
No tengo escapatoria; hasta que no hable, no
dejará de preguntarme.
―Bueno, ya sabes, él no pierde ocasión de
demostrarme lo enamorado que está de mí,
aunque nunca me lo ha dicho.
―¿Y tú?
―Me gusta mucho estar con él, hablamos,
reímos, hay mucha complicidad entre nosotros.
El otro día, en San Pedro, me besó; pero en
estos momentos nuestras ideas políticas son
tan opuestas, tan divergentes, que no saldría
adelante una relación amorosa, en cambio, sí
una gran amistad. ―Me doy cuenta de que
hablo como si estuviera dando un discurso en
el partido: mucha razón y poco sentimiento. ¿A
quién quiero engañar, si me tiene loquita?
―¿Cómo que te besó? Eso no me lo habías
contado.
Agaché la cabeza
―Ya, es que me daba un poco de vergüenza.
―¿Conmigo te da vergüenza? ¿A estas alturas...?
―Una sonrisa irónica acompañó sus
palabras. Me pasó el brazo por encima de los
hombros.
―Martina: a veces me gustaría ser como tú:
dejar por unos momentos a un lado mi timidez,
tener tu nervio, tu no callar un minuto, tu risa,
tu cara de gestos expresivos y apasionados
cuando relatas tus historias, ser como tú eres,
la alegría de la casa. Soy consciente de que,
para aquellos que no me conocen demasiado,
puedo resultar estirada, seca, en fin, antipática.
En cambio tú, por donde pasas, dejas una
estela de vitalidad. Para todas sigues siendo la
pequeña de la casa, a la que seguimos mimando
y contemplando.
―Henar: eso es un arma de doble filo. Me
encantan vuestros cuidados y mimos, pero estoy
harta de ser la que nunca crece.
―¡Vaya si creces! Mira cómo tienes a Jáuregui:
cuando nos acercamos, a él se le ilumina
la cara... No hacen falta palabras: se ve de lejos
lo enamorado que está de ti.
―¡Ay, Henar! Y yo de él ―se me escapó―.
Hay momentos en que querría no amarle. Es el
hombre de mi vida, ¿y qué? Con la situación
política que tenemos, es imposible: yo falangista
y el militar republicano. ¡En qué malos tiempos
nos hemos conocido!
―Mira por dónde, por fin reconoces tu enamoramiento.
Hermana, no te empecines; por
mucho que lo intentes, cuando se inicia una
batalla entre la lógica y los sentimientos, siempre
ganan los sentimientos.
―Esta tarde estuve con él. Me dijo que estaría
muy pendiente de cualquier decisión que
tomen que pueda afectarme. Jaime me miraba
con tanto amor y preocupación, que sin poderme
controlar me abracé a él en plena calle
Mayor; no nos soltábamos. En ese momento,
en lugar de preocuparme por si alguien nos
podía ver, sólo pensaba en pasar el resto de
mi vida en ese abrazo.
―Tienes que tener cuidado, Martina; son
tiempos de discreción.


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