sábado, 14 de julio de 2018


Domingo, 19 de julio de 1936
―Mamina, que Dios te conserve la vista,
¡porque lo que es el oído! Parece mentira que
anoche no te enteraras de nada.
―¿Qué pasó?
―Menudo trasiego tuvieron los del edificio de
al lado; apenas nos dejaron conciliar el sueño.
Dirigidos por Pancho, el marido de nuestra
criada Feli, y su hijo, que no sé si sabes que
están afiliados al partido comunista, salieron al
oír la llamada y volvieron con más hombres.
Desde la ventana del comedorín, asomando la
nariz entre los visillos, vimos cómo sacaban un
montón de cajas y fardos. Al abrirlos, Pancho
empezó a repartir las armas que contenían.
Nada más irse, subieron a casa Feli y su hija
Mari, hechas un mar de llantos: su marido y el
hijo, fusil al hombro y pistolas al cinto, se han
marchado a defender Gijón. ¡Pobre Feli!, no
tiene consuelo. Hasta la madrugada estuvimos
dándoles tila y consolándolas. Ya amanecía
cuando conseguimos, agotadas de tanto llorar,
que se fueran para su casa.
En la puerta de la sede de Falange, dos milicianos
pertenecientes a la guardia roja comentaban
a voces: “Estos de Falange van a pasar
por el tubo. Muchas son las cosas de las que
tienen que echarnos cuenta. Aquí se acabaron
las tonterías. Van a caer todos como ratas”.
Subí corriendo la calle Mayor, pasé de largo
por delante de casa y seguí para la de mi prima
Amalina. De mi misma edad, delgada, de
corta estatura, morena de pelo ondulado, con
una ancha frente y cara redonda, sus ojos pequeños
y su tímida sonrisa muestran su carácter
bondadoso, asustadizo y frágil.
Al estar tía Eloísa con ella, le hice un guiño:
―Vengo a buscarte para subir a San Pedro.
Hace un día precioso.
Por la playa del Sablón, nos dirigimos a San
Pedro. Durante siglos fue una loma a las afueras
de la villa; se empleaba para el avistamiento
de ballenas y bancos de peces; hace años,
Llanes era un importante puerto ballenero;
también se utilizaba como atalaya para divisar
la entrada de posibles barcos enemigos, los
más peligrosos los barcos piratas: sus asaltos
eran devastadores.
Subimos por el estrecho sendero de piedras
incrustadas en la tierra, simulando escalones,
redondeadas por las pisadas y la lluvia, como
grandes cantos de río, brillantes recién barnizadas.
Al llegar arriba, por más veces que
suba, no deja de sorprenderme la belleza de
este lugar. El paseo en lo alto del acantilado es
una larga alfombra de hierba verde, bordeado
a ambos lados por una hilera de tamariscos
que perfilan el camino a recorrer. Tras años de
embates, tanto del viento como de la mar, sus
troncos se han ido doblando hasta reposar en
el suelo, haciendo de ellos bancos naturales
donde poder sentarse. Las copas siguen inhiestas
y firmes, aunque no siempre rectas.
Por un lado ves Llanes, coronado por la majestuosa
e impenetrable sierra del Cuera; debajo,
la Barra y la playa del Sablón; al otro lado, el
inmenso mar, que golpea contra el acantilado;
a la derecha, la costa que va hacia Santander;
a la izquierda, hacia Gijón, en la que destacan
los mágicos Castros de Poo.
Las normas, algunas y a veces, están para
romperlas. Una de las que me produce mayor
placer quebrantar es llegar a San Pedro y descalzarme;
me quito los zapatos y las medias,
mientras intuyo los comentarios de la gente
mayor que por allí pasea: “¡Qué horror, qué
desfachatez, qué inmoralidad, qué descaro...!
¡Está enseñando las piernas desnudas!”
Camino por la hierba, mullida e intensamente
verde. La vida entra por mis pies. Siento la
energía de la tierra, que va invadiendo mi cuerpo,
el cual, a cada paso se va regenerando; el
aire limpio y lleno de partículas de agua de mar
inunda mis pulmones; respiro hondo... muy
hondo, noto la sal en mi nariz, siento cómo se
descongestiona; mis ojos se llenan de verdes
de hierba; azules, verdes, grises y blancos de
mar; marrones de montes; añiles, rosas, amarillos
de las casas; gris de piedra... mucha piedra,
de la iglesia, de la Muralla, del Palacio de
Duque de Estrada, del Palacio del Cercau...
Alzando las manos en un intento por tocar el
cielo, veo los cambios de formas que hacen las
nubes, descubriendo diferentes figuras al paso
de su movimiento.
Subimos al Mirador. Al lado tenemos la cueva
del Taleru, buen sitio para refugiarse si de
pronto cae un chaparrón; hacia Santander vemos
cómo desciende el acantilado, formado
por una masa de rocas, la punta del Guruñu.
¡La de veces que hemos bajado por él, siendo
como es de peligroso!
―Amalina, tenemos muchos frentes abiertos.
El primero a solucionar es el fichero de afiliados:
aunque de momento está a buen recaudo,
hay que hacerlo desaparecer sin destruirlo.
Temo las detenciones de los más destacados.
Tenemos que preparar escondites para los que
estén en peligro; montar una red que se dedique
a pasar información y un punto de encuentro
donde reunirnos discretamente. Éste es el
que, creo, he solucionado. San Pedro es un
buen sitio: aquí en el Mirador estamos seguros;
poniéndonos de cara a la escalera, vemos
si se acerca alguien y cambiamos de tema; y
en caso de que esté ocupado, podemos hablar
mientras paseamos.
Nos repartimos el trabajo de convocar a
nuestros camaradas, dando por finalizada
nuestra primera ‘reunión clandestina’ en la
nueva sede de Falange: ‘el Mirador de San
Pedro’.
―¡Arriba España!
―¡Arriba!
Decidimos dar un garbeo por el centro. Fuimos
observando dónde han establecido los
puestos de control de la guardia roja por Llanes.
Aquí nos conocemos todos. Somos conscientes
de cómo nos miran a “las chicas de Falange”.
Nos consideran el enemigo.
Los hombres del Frente Popular, armados
con escopetas y pistolas, recorrían las casas
de los que tienen licencia de armas, requisándolas
y aumentando así sus pertrechos.
Nos encontramos con un amigo nuestro, convertido
ya en miliciano. Nos cuenta que han
formado los turnos de la guardia roja, día y noche,
teniendo el cuartel general a las órdenes
de un Comité, al mando de Jesús Lago.
―¡Cuando se lo cuente a Tula!
―¿Por qué lo dices? ―me preguntó Amalina
―Porque Tula está enamorada de él.
―Qué callado se lo tiene.
―Sí. Y lo que más me gusta es que Jaime y
Jesús son íntimos amigos; te diría que como
hermanos. Al llegar Jaime, trasladado a Llanes
hace dos años, Jesús, sabiendo que no conocía
a nadie, se volcó con él, y de ahí nació su
gran amistad.
―¡Mira qué bien!: las dos hermanas ennoviadas
con dos casi hermanos.
―¡Dios te oiga!
Acabábamos de comer cuando volvió a sonar
la sirena de la Rula. Tula, del susto que se
llevó, hizo un corte de digestión, y menuda
vomitona le dio.
―¡Ya no aguanto más! Si vuelvo a oír la sirena
me da algo. Me voy a El Brezo, y vosotras
deberíais venir conmigo. Ya os dije que ayer
tío Juan, a la salida de misa, insistió mucho
para que nos instalemos allí con ellos.
―Tula, no seas histérica. No es para tanto.
―No lo será para ti, claro... ¡Martina la valiente!
Haced lo que os dé la gana; yo me voy.
Mamá, tú te vienes conmigo.
―No hija no; yo de mi casa no me muevo.
Tula se fue para arriba. Poco tardó en bajar
con una bolsa de ropa, y dando un beso a
mamá, se fue. No nos dio ni tiempo a abrir la
boca. Da igual; por mucho que le hubiéramos
dicho no habría cambiado de idea. Tula es
miedosa y cabezona.
―Esta hija mía es igual que mi hermana Berta,
¡qué genio...! Ya podía haber salido a mi
hermana Gertrudis, su madrina, que es una
balsa de aceite.
―Tienes razón. Tula tiene un pronto rápido.
Se le va la fuerza por la boca, después es
mansa como un cordero. Mamina, todo el
mundo tiene genio. Lo que nos diferencia es el
aguante de cada uno; reconoce que antes o
después, cuando se te llena el jarro, todos explotamos.
A Tula hay que saber tratarla: a lo
suave sacas de ella lo que quieras; de lo contrario,
antes se deja matar que bajar la testuz.
―¡Qué manera de defenderla! Ni que fuera
contigo la cosa.
―Pues sí que me va, Henar. Me da mucha
rabia que os metáis con ella. Al fin y al cabo, lo
único que hizo fue decir que se iba, y se fue.
Está en todo su derecho.
―Haya paz ―dijo mamá―. No peleéis ahora
vosotras. Por hoy ya hubo bastante.
Lunes,

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