sábado, 14 de julio de 2018


Domingo, 19 de julio de 1936
―Mamina, que Dios te conserve la vista,
¡porque lo que es el oído! Parece mentira que
anoche no te enteraras de nada.
―¿Qué pasó?
―Menudo trasiego tuvieron los del edificio de
al lado; apenas nos dejaron conciliar el sueño.
Dirigidos por Pancho, el marido de nuestra
criada Feli, y su hijo, que no sé si sabes que
están afiliados al partido comunista, salieron al
oír la llamada y volvieron con más hombres.
Desde la ventana del comedorín, asomando la
nariz entre los visillos, vimos cómo sacaban un
montón de cajas y fardos. Al abrirlos, Pancho
empezó a repartir las armas que contenían.
Nada más irse, subieron a casa Feli y su hija
Mari, hechas un mar de llantos: su marido y el
hijo, fusil al hombro y pistolas al cinto, se han
marchado a defender Gijón. ¡Pobre Feli!, no
tiene consuelo. Hasta la madrugada estuvimos
dándoles tila y consolándolas. Ya amanecía
cuando conseguimos, agotadas de tanto llorar,
que se fueran para su casa.
En la puerta de la sede de Falange, dos milicianos
pertenecientes a la guardia roja comentaban
a voces: “Estos de Falange van a pasar
por el tubo. Muchas son las cosas de las que
tienen que echarnos cuenta. Aquí se acabaron
las tonterías. Van a caer todos como ratas”.
Subí corriendo la calle Mayor, pasé de largo
por delante de casa y seguí para la de mi prima
Amalina. De mi misma edad, delgada, de
corta estatura, morena de pelo ondulado, con
una ancha frente y cara redonda, sus ojos pequeños
y su tímida sonrisa muestran su carácter
bondadoso, asustadizo y frágil.
Al estar tía Eloísa con ella, le hice un guiño:
―Vengo a buscarte para subir a San Pedro.
Hace un día precioso.
Por la playa del Sablón, nos dirigimos a San
Pedro. Durante siglos fue una loma a las afueras
de la villa; se empleaba para el avistamiento
de ballenas y bancos de peces; hace años,
Llanes era un importante puerto ballenero;
también se utilizaba como atalaya para divisar
la entrada de posibles barcos enemigos, los
más peligrosos los barcos piratas: sus asaltos
eran devastadores.
Subimos por el estrecho sendero de piedras
incrustadas en la tierra, simulando escalones,
redondeadas por las pisadas y la lluvia, como
grandes cantos de río, brillantes recién barnizadas.
Al llegar arriba, por más veces que
suba, no deja de sorprenderme la belleza de
este lugar. El paseo en lo alto del acantilado es
una larga alfombra de hierba verde, bordeado
a ambos lados por una hilera de tamariscos
que perfilan el camino a recorrer. Tras años de
embates, tanto del viento como de la mar, sus
troncos se han ido doblando hasta reposar en
el suelo, haciendo de ellos bancos naturales
donde poder sentarse. Las copas siguen inhiestas
y firmes, aunque no siempre rectas.
Por un lado ves Llanes, coronado por la majestuosa
e impenetrable sierra del Cuera; debajo,
la Barra y la playa del Sablón; al otro lado, el
inmenso mar, que golpea contra el acantilado;
a la derecha, la costa que va hacia Santander;
a la izquierda, hacia Gijón, en la que destacan
los mágicos Castros de Poo.
Las normas, algunas y a veces, están para
romperlas. Una de las que me produce mayor
placer quebrantar es llegar a San Pedro y descalzarme;
me quito los zapatos y las medias,
mientras intuyo los comentarios de la gente
mayor que por allí pasea: “¡Qué horror, qué
desfachatez, qué inmoralidad, qué descaro...!
¡Está enseñando las piernas desnudas!”
Camino por la hierba, mullida e intensamente
verde. La vida entra por mis pies. Siento la
energía de la tierra, que va invadiendo mi cuerpo,
el cual, a cada paso se va regenerando; el
aire limpio y lleno de partículas de agua de mar
inunda mis pulmones; respiro hondo... muy
hondo, noto la sal en mi nariz, siento cómo se
descongestiona; mis ojos se llenan de verdes
de hierba; azules, verdes, grises y blancos de
mar; marrones de montes; añiles, rosas, amarillos
de las casas; gris de piedra... mucha piedra,
de la iglesia, de la Muralla, del Palacio de
Duque de Estrada, del Palacio del Cercau...
Alzando las manos en un intento por tocar el
cielo, veo los cambios de formas que hacen las
nubes, descubriendo diferentes figuras al paso
de su movimiento.
Subimos al Mirador. Al lado tenemos la cueva
del Taleru, buen sitio para refugiarse si de
pronto cae un chaparrón; hacia Santander vemos
cómo desciende el acantilado, formado
por una masa de rocas, la punta del Guruñu.
¡La de veces que hemos bajado por él, siendo
como es de peligroso!
―Amalina, tenemos muchos frentes abiertos.
El primero a solucionar es el fichero de afiliados:
aunque de momento está a buen recaudo,
hay que hacerlo desaparecer sin destruirlo.
Temo las detenciones de los más destacados.
Tenemos que preparar escondites para los que
estén en peligro; montar una red que se dedique
a pasar información y un punto de encuentro
donde reunirnos discretamente. Éste es el
que, creo, he solucionado. San Pedro es un
buen sitio: aquí en el Mirador estamos seguros;
poniéndonos de cara a la escalera, vemos
si se acerca alguien y cambiamos de tema; y
en caso de que esté ocupado, podemos hablar
mientras paseamos.
Nos repartimos el trabajo de convocar a
nuestros camaradas, dando por finalizada
nuestra primera ‘reunión clandestina’ en la
nueva sede de Falange: ‘el Mirador de San
Pedro’.
―¡Arriba España!
―¡Arriba!
Decidimos dar un garbeo por el centro. Fuimos
observando dónde han establecido los
puestos de control de la guardia roja por Llanes.
Aquí nos conocemos todos. Somos conscientes
de cómo nos miran a “las chicas de Falange”.
Nos consideran el enemigo.
Los hombres del Frente Popular, armados
con escopetas y pistolas, recorrían las casas
de los que tienen licencia de armas, requisándolas
y aumentando así sus pertrechos.
Nos encontramos con un amigo nuestro, convertido
ya en miliciano. Nos cuenta que han
formado los turnos de la guardia roja, día y noche,
teniendo el cuartel general a las órdenes
de un Comité, al mando de Jesús Lago.
―¡Cuando se lo cuente a Tula!
―¿Por qué lo dices? ―me preguntó Amalina
―Porque Tula está enamorada de él.
―Qué callado se lo tiene.
―Sí. Y lo que más me gusta es que Jaime y
Jesús son íntimos amigos; te diría que como
hermanos. Al llegar Jaime, trasladado a Llanes
hace dos años, Jesús, sabiendo que no conocía
a nadie, se volcó con él, y de ahí nació su
gran amistad.
―¡Mira qué bien!: las dos hermanas ennoviadas
con dos casi hermanos.
―¡Dios te oiga!
Acabábamos de comer cuando volvió a sonar
la sirena de la Rula. Tula, del susto que se
llevó, hizo un corte de digestión, y menuda
vomitona le dio.
―¡Ya no aguanto más! Si vuelvo a oír la sirena
me da algo. Me voy a El Brezo, y vosotras
deberíais venir conmigo. Ya os dije que ayer
tío Juan, a la salida de misa, insistió mucho
para que nos instalemos allí con ellos.
―Tula, no seas histérica. No es para tanto.
―No lo será para ti, claro... ¡Martina la valiente!
Haced lo que os dé la gana; yo me voy.
Mamá, tú te vienes conmigo.
―No hija no; yo de mi casa no me muevo.
Tula se fue para arriba. Poco tardó en bajar
con una bolsa de ropa, y dando un beso a
mamá, se fue. No nos dio ni tiempo a abrir la
boca. Da igual; por mucho que le hubiéramos
dicho no habría cambiado de idea. Tula es
miedosa y cabezona.
―Esta hija mía es igual que mi hermana Berta,
¡qué genio...! Ya podía haber salido a mi
hermana Gertrudis, su madrina, que es una
balsa de aceite.
―Tienes razón. Tula tiene un pronto rápido.
Se le va la fuerza por la boca, después es
mansa como un cordero. Mamina, todo el
mundo tiene genio. Lo que nos diferencia es el
aguante de cada uno; reconoce que antes o
después, cuando se te llena el jarro, todos explotamos.
A Tula hay que saber tratarla: a lo
suave sacas de ella lo que quieras; de lo contrario,
antes se deja matar que bajar la testuz.
―¡Qué manera de defenderla! Ni que fuera
contigo la cosa.
―Pues sí que me va, Henar. Me da mucha
rabia que os metáis con ella. Al fin y al cabo, lo
único que hizo fue decir que se iba, y se fue.
Está en todo su derecho.
―Haya paz ―dijo mamá―. No peleéis ahora
vosotras. Por hoy ya hubo bastante.
Lunes,

lunes, 11 de junio de 2018


Llanes, 18 de julio de 1936
Hoy, como cada año, empiezo el día estrenando
un nuevo diario, por supuesto, como
siempre, del color del musgo húmedo, igual
que el que me regalaron a mis quince años. Sé
que pensarás que soy rara. Yo prefiero pensar
que soy original: en lugar de que el año empiece
el uno de enero, lo empiezo el 18 de julio,
mi cumpleaños. Cumplo veintidós años. Tal
vez, con un poco de suerte, por fin dejen de
verme como la pequeña de la casa, aunque lo
dudo; en todas las familias, el último en nacer
lo hace con el sambenito de no crecer nunca
ante los demás.
Tula se ríe de mí porque ya hace más de una
semana que fui a buscar mi nuevo cuaderno
para tenerlo hoy sin falta.
Mientras me arreglo frente al espejo, viendo
mi cara reflejada en él, me pregunto en qué
medida van a cambiar nuestras vidas por los
acontecimientos que están sucediendo. En estos
últimos días no han parado de llegar rumores
de un alzamiento militar en contra de la
República. Realmente, España es un caos ingobernable,
aun así, no creo que la solución
pase por el golpe militar que solapadamente se
está incubando. Los ánimos están caldeados,
tanto en las derechas como en las izquierdas.
Desde las últimas elecciones, con el triunfo del
Frente Popular, España ha entrado en una situación
de desgobierno, anarquía, intranquilidad,
injusticias y revanchismo. El país se ha
vuelto caótico. Cada día se aprueba una nueva
ley más desestabilizadora que la anterior y
más desfavorable para las derechas. La clase
obrera ha adquirido un poder tal que hace
temblar los cimientos de los industriales, de los
grandes terratenientes, de clérigos y oficiales
del Ejército. Partidos y sindicatos, a su vez
subdivididos en partidos y fracciones, sobre
todo en las izquierdas, quieren destruirse entre
ellos.
Voy a ir hasta la sede de Falange. Aunque
oficialmente clausurada desde que ilegalizaron
el partido, en el mes de febrero, seguimos reuniéndonos
allí de forma discreta; eso sí, nuestros
uniformes no han vuelto a ver la luz desde
entonces.
No puedo comprender cómo los políticos no
han entendido que nuestro partido, la Falange,
tiene como base conceptos socialistas. En lugar
de perseguirnos e ilegalizarnos más les
hubiera valido escuchar a nuestro fundador,
José Antonio Primo de Rivera: él sí que habría
sabido sacar a España del atolladero en el que
la han puesto entre unos y otros.
De nuevo, frente al espejo, me peino. Soy un
calco de mis hermanas: las cinco nos parecemos
a mi madre; el pelo negro ensortijado, los
ojos oscuros, delgadas; en la estatura, Ana y
Tula son como mamá; en cambio, Henar, Celia
y yo, al igual que mi hermano Quino, somos
más altos, salimos a nuestro padre; los seis
estamos acostumbrados a ser reconocidos por
nuestro parecido y a oír la misma pregunta:
¿Tú eres de don Cosme? ¿Eres hija de doña
Ángela?
Hablando de mamá, cada vez le preocupa
más que yo pertenezca a la Falange, y quiere
que lo deje. Sé que está sufriendo; no puedo
ponerme en su piel: aún no soy madre. En sus
ojos veo dolor y tristeza; tres hijos desperdigados
por el mundo, con los que la comunicación
depende del servicio de correos; Ana en Ávila;
Celia y Quino en Méjico. A Quino lleva dos
años sin verle; a Celia, ya son siete. Menos
mal que Celia y sus dos hijos ¡por fin vienen!
Llegan este mes a pasar una temporada, espero
que larga, con nosotras.
Desde la marcha de Quino, mamá siente que
estamos desprotegidas por la falta de un hombre
en casa. Es su manera de verlo, aunque
nosotras no lo percibamos así: sabemos que
nos protegemos las unas a las otras.
Bajando por la calle Mayor, canturreo en voz
baja mi canción: Bonita calle Mayor, eres estrechina
y larga; cuando voy por la salida, no
me acuerdo de la entrada. A medida que me
acerco al centro, se me corta la canción. Percibo
en la gente con la que me cruzo, sentimientos
de ira, miedo, odio.... Hay crispación
en el ambiente, tensión, desconfianza. Personas
que desde niña he saludado, con las que
me he parado a hablar, preguntándonos mutuamente
cómo están nuestras familias, ahora
pasamos rápidamente de largo con un escueto
‘adiós’. Sólo tengo que mirar a mi alrededor,
ver este Llanes que tanto quiero, cómo se ha
dividido en dos bandos.
En la sede me confirman que ayer Franco se
alzó en Melilla y todo Marruecos con él. Al poco
de llegar, recibimos un cable: el alzamiento
ya es un hecho en varias ciudades de España.
Me fui rápidamente a casa a avisar que, de
momento, es mejor no salir. Puede haber disturbios.
Menudo día para celebrar mi cumpleaños.
Hoy en Parres se celebra Santa Marina.
Desde hace unos años Tula y yo nos íbamos
con nuestras amigas a la romería. Este año no
puede ser, tal y como están las cosas...
Celebramos mi cumpleaños con una comida
especial, como siempre, en la que me sentí
como una princesa, rodeada de mamá, mis
hermanas, tía Berta, tío Pedro y los primos. Me
han regalado unos zapatos blancos; tenían fácil
la elección: hace días que los había visto en
la zapatería y no callaba diciendo lo mucho
que me gustaban.
Después de comer, tanto jóvenes como mayores
se fueron a echar la siesta. Me quedé
ensoñada en la galería; hoy no soy capaz de
dormir. Asomada a la ventana contemplo la
mar; me pregunto qué va a pasar, qué será de
nuestra forma de vivir.
En el transcurso de mi vida ya ha habido
demasiados cambios, y ninguno para bien. El
primero fue cuando murió papá. Yo era pequeña;
me faltaba poco para cumplir doce años y
no entendía lo que pasaba, pero veía lo que
sucedía a mi alrededor. Ana, con el rosario entre
las manos, desgranaba misterio tras misterio,
rezando por el alma de papá, mientras Tula,
rabiosa e indignada con la vida, se peleaba
con ella, ¡con alguien tenía que pelear!, diciéndole
que papá no necesitaba tantos rezos.
Mamá no paraba de llorar. Quino, abrazado a
ella, le repetía incesantemente que no se preocupara,
ahora él era el hombre de la casa.
Henar fue la que cogió las riendas del descalabro
y volvió a poner en marcha el engranaje
de la casa, ayudada por tía Berta.
Lo peor era que, miraras donde miraras, todo
se había vuelto negro: vestidos de negro de
pies a cabeza. Solamente veíamos el blanco
en nuestros camisones y sábanas. Ese negro
estaba recordándonos constantemente que
teníamos que sufrir y llorar, si no, no éramos
buenos hijos.
La marcha de Ana a Ávila creo que fue un
hecho que no nos marcó a ninguno de los
hermanos: era la única que siempre había vivido
al margen de los demás. En cambio, cuando
Celia se fue a Méjico, sí que lo notamos,
sobre todo Henar, que durante un tiempo estuvo
cabizbaja y triste.
Arriba, la habitación de invitados siempre se
mantenía cerrada. Henar hizo lo mismo con la
de Celia cuando se fue para Méjico.
El peor momento fue cuando Quino decidió
irse también a vivir a Méjico. Se había ido mi
gemelo, mi otro yo. ¡Cuánto lloré! ¡Cuánto
maldije a ese país! No podía entender que no
me dejaran ir con él, después de mil súplicas
en todos los tonos y con la cantidad de posibilidades
que les planteé. Y lo que tampoco era
capaz de entender era que él no quisiera llevarme.
¡La ingenuidad de la edad! Poco tardé
en darme cuenta de que cada uno tiene que
vivir su propia vida, no la del otro.
Tras su marcha, se decidió que yo bajara a
dormir con mamá al segundo. Tula hizo suya la
habitación de Celia, y cerró las puertas de doble
batiente del dormitorio de dos camas, donde
siempre habíamos dormido juntas Tula y
yo, y que tantas confidencias guardaba, esperando
el día que alguien volviera, aunque sólo
fuera de visita. Abajo cerraron la habitación de
Quino.
No soporto ver tantas puertas cerradas: me
recuerdan, al igual que las ropas negras de luto,
que las personas que más quiero van desapareciendo
de mi vida poco a poco.
Y ahora, ¿qué va a suceder? Los hombres
sólo hablan de que habrá guerra y se les llena
la boca al decirlo. Es como si dieran una gran
noticia: vuelven a ser los guerreros de la tribu,
los luchadores, los vencedores. Ni siquiera se
plantean la posibilidad de la derrota. No les
importan las vidas que se pueden segar. Ante
la palabra ‘lucha’ pierden los parámetros.
En cambio nosotras, ante la misma palabra,
vemos la muerte de nuestros padres, hermanos,
hijos... el quebranto de nuestra vida cotidiana,
los pequeños problemas domésticos, la
lucha diaria de sacar a la familia adelante, enamorarnos,
casarnos, tener hijos. ¡Qué gran diferencia
hay en el planteamiento de vida entre
los hombres y las mujeres!
A media tarde, Tula y yo nos fuimos a ver el
ambiente que se respiraba por las calles. Pasamos
por la sede de Falange: no hay noticias.
Decidimos ir a dar un paseo con las amigas.
―Tula, vamos hacia el puente. He quedado
con Jaime a las seis.
Jaime Jáuregui, mi Teniente del Ejército español,
mi gran amigo, mi gran amor. ¿Cómo
describírtelo? ¿Cómo hablar de él? ¿Cómo definirle?
Lo primero que me llamó la atención de él
fue su caminar un tanto desgarbado, ese andar
de los hombres altos y delgados, de brazos y
piernas largos y movimientos descoordinados,
similar al de los cachorros patosos y torpes,
que producen ternura y sonrisas; la humildad
que transmite en su porte, en sus gestos; la
chaqueta no la lleva colocada sobre los hombros
sino que le cuelga de ellos de una forma
tan natural que hace de él alguien cercano, te
invita a conocerle. Está claro que con la guerrera
del uniforme su porte es otro. Su cara,
enmarcada por un mechón negro, que siempre
se empecina en caer sobre su frente, así como
su mirada penetrante y un tanto risueña, y su
voz grave, hacen de él un hombre muy atractivo.
Yo le veía como un sabio distraído. Había
oído comentarios sobre él: decían que era inteligente
y culto. ¡La sorpresa que me llevé
cuando me lo presentaron y me dijo que era
militar! Es la antítesis de lo que yo entendía
por un teniente del Ejército. Al irnos conociendo,
lo que me enamoró fue su sentido del
humor, divertido y bromista: siempre me hace
reír; y ese punto romántico y tierno, a la vez
que fuerte y decidido. ¡Cómo me gusta!
Nos reunimos con Jaime. Los bares de junto
al puente estaban llenos. La gente daba grandes
voces comentando la situación y diciendo
a gritos que esta noche empezaban ellos:
había llegado el momento de cumplir todas las
amenazas lanzadas contra la gentes de derechas.
Vimos a Henar, que venía a buscarnos. De
repente sonó la sirena de la Rula del pescado.
¡Qué sirena, Dios mío! ¡Qué susto! ¡Qué bote
pegamos! Es agobiante el ruido que mete. Las
mujeres empezaron a gritar, diciendo que era
la señal convenida para que los hombres cogieran
las armas que tuvieran y se echaran a
la calle.
―Martina, temo que empiece a haber disturbios
―nos dijo Jaime―. Caminad las tres juntas
para casa, tranquilas, como si fuerais paseando.
No os paréis y no miréis hacia atrás.
Yo os seguiré discretamente hasta que entréis
en el portal.
―Gracias, Jaime. Tal vez mañana podamos
dar un paseo.
―Según como esté el ambiente, paso o no a
buscarte.
Al explicarle a mamá el revuelo que se ha
montado, nos dice que hay que ir a buscar a
su prima Carlota, que vive a dos portales del
nuestro, para que pase la noche en casa con
nosotras; mamá teme que le asalten la casa.
Carlota es de Llanes. Al casarse se trasladó a
vivir a Madrid. Los veranos los pasa aquí. Al
enviudar, pensamos que tal vez se instalaría
definitivamente en la villa. Pero no: tiene su
vida hecha en la capital. Nada más llegar, recibió
un anónimo en el que le decían que se fuera
inmediatamente, que su vida estaba en peligro.
Su respuesta fue: “He nacido en Llanes, y
de aquí no me echa nadie”. Está claro que las
mujeres Valdés no se dejan doblegar. A cabezonas
no hay quien nos gane.
Ya están todas en la cama. Salgo a la galería.
Es mi momento. Me sereno, me permito
soñar con el hombre que amo. Luego viene mi
otro momento: me meto en la cama, reclino la
espalda en el cabecero, doblo las piernas,
apoyando en ellas mi diario, y escribo acompañada
por el sonido de fondo de las olas, en
su incesante subir y bajar en la pequeña playa
del Sablín. Me dejo llevar por las palabras que
expresan mi pensar y mi sentir. Contigo, mi
Cómplice, fiel compañero, puedo ser auténticamente
quien soy.
Son mis dos formas de descansar el alma:
mirando la mar y escribiendo.
No se ve ni una sola luz en las casas. La noche
está muy estrellada, la mar en calma, silencio...
De pronto aparecen dos gaviotas volando
muy juntas, con las alas casi rozándose,
en un vuelo lento, majestuoso; cruzan hasta
San Antón y desaparecen. Momento mágico el
que acabo de vivir.
El vuelo acompasado de las gaviotas me lleva
a Jaime. Me enamoré de él nada más conocerle.
Es curioso el efecto del amor: no creía
en los flechazos y recibí uno en pleno corazón.
En las conversaciones con las amigas, en las
que hablábamos de futuros novios, yo mantenía
que nunca... nunca me casaría con un militar.
¡No digas de esta agua no beberé...! Ahora
ya no puedo imaginar mi vida sin él. Quiero,
como esas dos gaviotas, volar juntos para
siempre.
―Henar, qué susto me has dado. Creí que
estabas arriba.
―Tú tampoco puedes dormir. Traigo chocolate
recién hecho; nos va a sentar muy bien.
Asomadas a la ventana, con las tazas apoyadas
en el alféizar, hablamos de lo que se
nos viene encima. Hace meses que esto se
estaba fraguando. Ya me habían informado y
ahora confirmado que estamos en guerra; por
mucho que se lo repita, Henar no me cree,
piensa que es pasajero, una revuelta más,
unos días y todo volverá a su cauce.
El chocolate está buenísimo. Nadie lo hace
como ella. El suyo siempre tiene un toque especial.
Enciende un cigarrillo; no me gusta fumar,
pero me encanta ver cómo lo hace: inhala el
humo, lo retiene unos instantes y lo expulsa
lentamente por la boca. Disfruta de cada calada
que da.
―Martina: sólo me faltaría no tener tabaco, y
por ahí sí que no paso. ―Me mira fijamente―.
No puedo imaginar la vida sin fumar.
¿Por qué será que nadie se libra de tener algo
o alguien que nos hace la vida inimaginable
si nos faltara?
―Tranquila; hablaré con Jaime y tabaco no
os va a faltar, ni a ti ni a tía Berta.
―Cualquier excusa es buena para hablar
con él, ¿verdad?
No sé qué contestar. La miro y sonrío. Decido
cambiar de tema. No es que no le tenga
confianza, pero a ella y a Celia, inseparables
hasta que ésta marchó a Méjico, siempre las
he visto como a las hermanas mayores, y el
respeto que les tengo me impide hablar de
ciertos temas.
―¿Has visto cómo está Tula? ―Era una
manera de cambiar de tema―. Es un saco de
nervios. Hay que entretenerla. Y además, tenemos
a Carlota y su criada.
―Eso, seis mujeres en casa; menudo gallinero
que tenemos. La pena es que no ponen
huevos.
Las dos soltamos la carcajada, mandándonos
callar la una a la otra, para no despertar a
las demás.
―Del gallinero te tienes que encargar tú. Si
se ponen a cacarear demasiado, puedes llamar
a tía Berta, ¡verás cómo callan!
Qué dos hermanas más diferentes somos:
todo lo que yo tengo de impulsiva, ella lo tiene
de reflexiva; yo inquieta, ella serena; tiene una
inteligencia desbordante, y un gran sentido del
humor, muy irónico. Es absolutamente pragmática:
le cuentas algo y de inmediato su realismo
te corta cualquier tipo de ilusión. Es el
perfecto abogado del diablo. Es más inglesa
que el Peñón de Gibraltar. Eso sí, entiende mi
postura de falangista aunque no la comparta.
―Por cierto, ¿cómo va el tema de Jáuregui?
―vuelve a insistir.
No tengo escapatoria; hasta que no hable, no
dejará de preguntarme.
―Bueno, ya sabes, él no pierde ocasión de
demostrarme lo enamorado que está de mí,
aunque nunca me lo ha dicho.
―¿Y tú?
―Me gusta mucho estar con él, hablamos,
reímos, hay mucha complicidad entre nosotros.
El otro día, en San Pedro, me besó; pero en
estos momentos nuestras ideas políticas son
tan opuestas, tan divergentes, que no saldría
adelante una relación amorosa, en cambio, sí
una gran amistad. ―Me doy cuenta de que
hablo como si estuviera dando un discurso en
el partido: mucha razón y poco sentimiento. ¿A
quién quiero engañar, si me tiene loquita?
―¿Cómo que te besó? Eso no me lo habías
contado.
Agaché la cabeza
―Ya, es que me daba un poco de vergüenza.
―¿Conmigo te da vergüenza? ¿A estas alturas...?
―Una sonrisa irónica acompañó sus
palabras. Me pasó el brazo por encima de los
hombros.
―Martina: a veces me gustaría ser como tú:
dejar por unos momentos a un lado mi timidez,
tener tu nervio, tu no callar un minuto, tu risa,
tu cara de gestos expresivos y apasionados
cuando relatas tus historias, ser como tú eres,
la alegría de la casa. Soy consciente de que,
para aquellos que no me conocen demasiado,
puedo resultar estirada, seca, en fin, antipática.
En cambio tú, por donde pasas, dejas una
estela de vitalidad. Para todas sigues siendo la
pequeña de la casa, a la que seguimos mimando
y contemplando.
―Henar: eso es un arma de doble filo. Me
encantan vuestros cuidados y mimos, pero estoy
harta de ser la que nunca crece.
―¡Vaya si creces! Mira cómo tienes a Jáuregui:
cuando nos acercamos, a él se le ilumina
la cara... No hacen falta palabras: se ve de lejos
lo enamorado que está de ti.
―¡Ay, Henar! Y yo de él ―se me escapó―.
Hay momentos en que querría no amarle. Es el
hombre de mi vida, ¿y qué? Con la situación
política que tenemos, es imposible: yo falangista
y el militar republicano. ¡En qué malos tiempos
nos hemos conocido!
―Mira por dónde, por fin reconoces tu enamoramiento.
Hermana, no te empecines; por
mucho que lo intentes, cuando se inicia una
batalla entre la lógica y los sentimientos, siempre
ganan los sentimientos.
―Esta tarde estuve con él. Me dijo que estaría
muy pendiente de cualquier decisión que
tomen que pueda afectarme. Jaime me miraba
con tanto amor y preocupación, que sin poderme
controlar me abracé a él en plena calle
Mayor; no nos soltábamos. En ese momento,
en lugar de preocuparme por si alguien nos
podía ver, sólo pensaba en pasar el resto de
mi vida en ese abrazo.
―Tienes que tener cuidado, Martina; son
tiempos de discreción.


domingo, 3 de junio de 2018

 Del color del musgo húmedo

-->
Novela de Ana Teresa Cué,
editada por GALEON BOOKS
galeonbooks.com


PRIMERA PARTE, 1936

Capítulo 1

  • Llanes, 18 de julio de 1929
  • Mi querido diario: hoy es mi cumpleaños. Cumplo quince años y tú has sido mi regalo, junto con una pluma Parker de color verde jade, acompañada de su tintero.
  • Eres un cuaderno de piel, del color del musgo húmedo, aunque no es mi color preferido. El que de verdad me gusta es el azul, desde el marino al más claro de todos, ese que casi parece blanco pero no lo es; supongo que mi gusto por los azules viene por la influencia de la mar que me rodea. Pero, que te quede claro que, aunque seas del color del musgo húmedo, me gustas ¡y mucho! Tus páginas no están en blanco, sino marcadas por líneas rectas e iguales, según me ha explicado mamá, son para que tenga la pauta y mi escritura no se desvíe. Tu nueva familia es un poco diferente a las demás y tu nueva casa también.
  • Vivimos en un edificio que es todo nuestro. En el entresuelo y el primero vive tía Berta, tío Pedro y nuestros primos: Balbina, Elena, Perico y Quique. En el segundo y tercero vivimos nosotros: mamá, Ana, Henar, Celia, Tula, Quino y yo, que soy Martina. La verdad es que, ni Tula se llama Tula, ni Quino se llama Quino, ni yo me llamo Martina. El nombre que me pusieron al bautizarme fue Marta, pero nunca he llegado a oírlo; desde que tengo uso de razón todos me llaman Martina y es el que me gusta. Tula lo tiene peor: a ella le pusieron el nombre de su madrina, la hermana de mamá, Gertrudis, y no le gusta nada. Cuando la queremos hacer rabiar sólo tenemos que llamarla Gertrudis para que entre al trapo y pille un remonte de cuidado. Quino se llama Joaquín. A las mayores no les han cambiado los nombres.
  • En el segundo piso tenemos el comedorín, la cocina, un cuarto de baño, el salón comedor y las habitaciones de mamá, Ana y Quino. Aunque, sin dudarlo, como dicen las mayores, el centro neurálgico de nuestra casa es la galería: con sus dos metros de anchura y ventanas a todo lo largo, que dan a la playa del Sablín, a la bocana del puerto y a los montes del Cuera, es donde nos pasamos la vida.
  • En el tercero tenemos, Tula y yo, una habitación de dos camas. Henar y Celia, como son mayores, tienen cada una la suya. Hay otra más, que es la de invitados, un baño y dos galerías, una igual que la de abajo; la otra está en el otro extremo de la casa; ésta es el doble de ancha, ya que papá la mandó hacer para él, y da al paseo de San Pedro. Al entrar, a la derecha, está su despacho, con una gran mesa y las paredes cubiertas de libros, su biblioteca; a la izquierda, su estudio, los caballetes, lienzos, pinceles... Hace tres años que murió, y aunque mamá lo mantiene todo igual, como si fuera a volver en cualquier momento, se ve que no: hay demasiado orden y no huele como antes a trementina y aguarrás.
  • Mañana conocerás a Güelina; te llevaré para que te vea. Iremos a El Brezo, que es la finca donde vive, en una casona. En otra vive tía Vicenta, que es su hermana. A Güelina la quiero más que a nada en el mundo.
  • Ahora en casa sólo se habla de la boda de Celia. ¡Qué diferente a cuando se fue Ana! Mamá estaba triste; decía que no la volvería a ver nunca más. Ana se hizo monja de clausura, de la orden de las Carmelitas Descalzas, y se fue al convento de Ávila. Tula, Quino y yo estábamos deseando que se marchara y dejara de amargarnos la vida castigándonos por todo; encima todos los castigos eran de rezar. No la aguanto. Además, ella fue la que me puso el mote de ‘Guerrera’: como nací diez días después de que empezara la gran guerra, dice que siempre estoy peleando. Me cae muy mal. No la quiero ni un poco.
  • Bueno, mi querido diario, ahora te dejo: Henar ha preparado una comida especial para celebrar mi día. Pero tú no te preocupes. Con lo gordo que eres, tendré que pasar muchas horas contigo, contándote mis cosas para rellenarte.



Del color del musgo húmedo
(Avance de la novela de Ana Teresa Cué,
publicada por Galeón Books)

Prólogo



  •    Todos tenemos una música preferida, esa canción que nos recuerda un amor, un acontecimiento feliz, un momento único, tal vez la infancia. La mía, a la que acudo tanto en las horas altas como en las bajas, la que me llena de fuerza, la que alegra mi espíritu, la que me hace recordar quién soy y lo que soy capaz de hacer, es ‘El Pericote’, el baile ancestral de mi tierra, Llanes. Me nacieron con él, me he alimentado de él y espero que en mi último adiós suene él.
  • Esta novela está escrita buscando la inspiración a través de su sonido. Para escribir me acompaño de mi carpeta especial de música, confeccionada sólo para ello. Fuera de ella, a solas, me espera impaciente la música de ‘El Pericote’. Sin abrir aún el manuscrito de mi novela, la pongo, cierro los ojos, la gaita inunda mi ser al tiempo que mis manos la acompañan golpeando la mesa, que se convierte en tambor al sentir el repique de su son. Son que me transporta a mi Llanes.
  • Güela, Güelina, Tías, Mamina. Mujeres llaniscas: cariñosas y tiernas, recias, nobles, fuertes en los momentos que hay que serlo, con la vulnerabilidad que da la sensibilidad, alegres y con gran sentido del humor, optimistas, altruistas, generosas.
  • Cada una de ellas me aportó algo, me enseñó, me descubrió el abanico de posibilidades que dan las diferentes miradas sobre un mismo tema, eso sí, siempre marcado por un denominador común: honestidad, lealtad, integridad, dignidad. Palabras sagradas para ellas: familia, amistad, conciencia, valores, la Magdalena. Mujeres llaniscas que han hecho de mí gran parte de lo que soy. ¡Qué grandes maestras he tenido!
  • Desde que nací, mis veranos fueron la estancia en el paraíso, aquellos veranos que empezaban en junio y acababan en octubre, y siempre en nuestro barrio de Santa Ana, con las tías.
  • Las exquisitas comidas de tía Aurora: nunca he vuelto a comer un arroz con leche como el que ella hacía. Me descubrió el mundo de los libros, hizo de mí la lectora empedernida que soy.
  • ¡Los bordados de los trajes de aldeana que nos hizo Tía Güichu!, que es como llamábamos mis hermanos y yo a nuestra tía Mª Luisa. Sentada en su mesa camilla, con un pequeño foco, cogía uno a uno los corales con la aguja, con habilidad asombrosa.
  • Mi madre y las tías hicieron que, desde mi más tierna infancia, sintiera que los dos días más importantes del año sean el 21 y el 22 de julio: la Magdalena. Me inculcaron el amor por nuestra bendita Magdalena. A mi madre, la vida no le dio el tiempo necesario, pero me quedó tía Güichu para enseñárselo a mi hija.
  • Cuando los mozos del bando bajan a hombros la Hoguera, entre ellos mi hijo, las mujeres del bando, vestidas de aldeanas, cantamos:
  • Somos de la Magdalena
  • Aunque nos cueste la vida
  • Aunque nos pongan al frente
  • Cañones de artillería.
  • Con los ojos enaguados y rompiéndose la voz por la emoción contenida, miramos al cielo, sabiendo que ellas están ahí. Siempre fue su estrofa preferida.
  • Ahora que mi hija, siguiendo la saga familiar, vive en Méjico, separadas por el ancho mar, pero juntas en la distancia, de una sola garganta salen dos voces que siguen quebrándose en la misma estrofa.
  • Al llegar a Llanes desde Barcelona, nada más vernos, tía Güichu empezaba a cantarla, y nosotras con ella, acabando siempre con un “¡Viva la Magdalena!”
  • De Teresina Cué de la Fuente, mi madre, ¡qué decir! Mujer sabia, prudente, llena de risas, nos inculcó el amor a Llanes, amor que crece cuando se está en la distancia. Hace muchos años que nos dejó, pero sigue viva en mi corazón y continúa a mi lado, dándome apoyo y cuidando de mí y de los míos.
  • Los datos históricos de esta novela referidos a Llanes son auténticos, recopilados durante la guerra por mi tía Aurora Cué de la Fuente: anotaciones hechas a lápiz en hojas de calendario de los hechos de interés histórico, en el día a día de Llanes y su concejo, desde el 18 de julio de 1936: aviones, barcos, destrucciones de capillas, almenas, asesinatos, prisioneros... El resto, los personajes y las historias, aunque a veces basados en hechos reales, y algunos con nombres propios auténticos, son pura novela.
  • No veáis en este diario a derechas e izquierdas, a rojos y azules, tan sólo ved que el mundo está lleno de buenas y malas personas. Ved la historia de Llanes y de los llaniscos que vivieron en ella; una etapa dolorosa para todos; en ambos bandos sucedieron cosas; las ideas políticas no son lo relevante.
  • No os quedéis sólo con la guerra; es el escenario y los decorados; mirad los sentimientos: son la verdad. El amor es lo único que vale, lo único que realmente mueve el mundo. Los mayores se adaptan a la situación como pueden, los jóvenes maduran día a día a pasos agigantados. Lo que queda, claro es, que la guerra es mala para todos los que tienen que vivirla.
  • Este libro es un homenaje a mi madre, a mis tías, a mi abuela y a mi bisabuela. A estas dos últimas no las conocí, pero me las dieron a conocer. Y a Llanes, al que me enseñaron a sentir y a amar, mi tierra, mis raíces, mi esencia. Y a la Magdalena, que cada día me acompaña en mi caminar.
  • Gracias a todas. Vuestra, hija, sobrina, nieta y bisnieta.

  •                                               Ana Teresa

"Del color del musgo húmedo",
una novela de Ana Teresa Cué




SINOPSIS 


  • Llanes, 18 de julio de 1936. La joven Martina Fuello cumple veintidós años y aún no sospecha que los acontecimientos que están sucediendo van a cambiar para siempre su vida y la de las personas que la rodean. Es la guerra.En la intimidad de su diario, Martina nos enseña aquello que oculta la ‘historia oficial’: los entresijos del día a día durante la guerra civil española, los anhelos e ilusiones de las personas, sus temores y sus dificultades para sobrevivir. La autora nos ofrece todo un compendio de sabiduría cotidiana y de filosofía de vida: el optimismo, la amistad y, sobre todo, el amor, lograrán imponerse a pesar de todo, sin dejar nunca de lado un entrañable sentido del humor. Del color del musgo húmedo es una saga familiar, la historia del odio entre dos Españas. Los numerosos personajes que pueblan sus páginas enseñan lo mejor y lo peor del ser humano cuando los convencionalismos de la sociedad han sucumbido. El lector tiene en sus manos un libro rebosante de vida y sinceridad en cada una de sus páginas, una novela magistral, de esas que perduran en el recuerdo.

jueves, 21 de enero de 2010

El manuscrito de Homero, capítulo 1º


Probablemente los acontecimientos hubieran resultado muy diferentes si Daniel hubiera cedido a la tentación de abandonar su puesto de bibliotecario becado en el departamento de Historia Moderna de la universidad y hubiera bajado a tomarse un café con su novia, Diana Castillejos, que a esas horas solía encontrarse estudiando en la biblioteca de Filosofía y Letras, un piso más abajo.

El muchacho extendió sus apuntes de Historiografía sobre la mesa e intentó estudiar, resignado al lento transcurrir de las horas, que se hacían eternas en aquella sala llena de estanterías repletas de libros, mesas vacías y ausencias. Todos sus compañeros se habían marchado hacía un buen rato: libros y apuntes no podían competir con la llamada de las botellas y los vasos al ritmo de la música de los bares. Era viernes, víspera del puente de carnaval.

Sólo Marta permanecía en su puesto. La administrativa aporreaba las gastadas teclas de su trasnochada máquina de escribir poniendo contrapunto al crepitar de la lluvia, que caía pertinaz sobre las cubiertas de cinc del tejado. En el techo, un fluorescente averiado pugnaba por encenderse y así espantar la tediosa penumbra que invadía la estancia.

Daniel bostezó. Hacía más de una hora que no entraba nadie en el departamento y el aburrimiento comenzaba a abrumarle. Nada en esa atmósfera pesada, casi muerta, indicaba que estaban a punto de repartirse las cartas de una partida que él no había elegido jugar. Su vista recorría los trazos rápidos y apenas legibles de sus apuntes, pero sus pensamientos transitaban muy lejos de allí.

Arrojó el bolígrafo sobre la mesa y levantó la vista hacia la ventana. El cristal le devolvió el reflejo de su rostro: su ancho cuello, sus mandíbulas angulosas, casi cuadradas, y sus ojos, claros e inteligentes, como los de su padre. Giró la cabeza y se fijó en Marta, que no dejaba de teclear. Se preguntó cuántos años tendría. El perfil de su torso conservaba el atractivo de una juventud nada lejana; sus piernas, cruzadas bajo el tablero de la mesa, aún lucían esbeltas y bien torneadas. De carácter, la mujer era más bien adusta: ella cumplía escrupulosamente con su tarea y a las ocho recogía sus cosas, daba las buenas tardes y se marchaba. Daniel reparó en las manos de la chica; tenía la impresión de que el tacto de esa piel debía resultar frío y rígido, igual que el caparazón de una tortuga. No obstante, advertía una pecaminosa fijación en esas manos de dedos largos y ágiles, que se movían con soltura sobre las teclas de la olivetti. Para él no había órgano más cargado de erotismo que las cuidadas manos de una mujer.

Se desperezó contra el respaldo de la silla y volvió a acordarse de Diana. Había quedado con ella a las ocho, en la puerta principal. Alguna vez había pensado que ella era lo más valioso que iba a sacar de su paso por la universidad. Allí la había conocido y sólo por eso consideraba bien empleados cada uno de esos cinco tediosos cursos que, a su entender, le ha­bían supuesto una absoluta pérdida de tiempo: estudiar Historia o pasarse tres tardes a la semana rellenando fichas y prestando polvorientos libros, no resultaba nada heroico para el orgulloso hijo de uno de los empresarios más acaudalados de la ciudad. El amor hacia su novia suscitaba en él un deseo vehemente de hacer algo grande, algo que reafirmase su hombría ante la chica y que acallara en su conciencia las dudas que a veces le asaltaban respecto al motivo por el que la muchacha le quería. Pero de sobra sabía que en el mundo domesticado donde le había tocado vivir no había lugar para los héroes; éstos sólo existían en las páginas de los libros o en las pantallas de los cines: héroes de papel o de celuloide, el material del que estaban hechos los sueños. Ignoraba que el destino le tenía reservada una partida de las buenas, de esas que se juegan a todo o nada, y que dicha partida estaba a punto de empezar, esa misma tarde y allí mismo, sin ir más lejos, en la penumbra de aquel adormilado departamento.

Alguien arrastró una silla en la lejanía de los pasillos. Fue entonces cuando Daniel reparó en un buch-buch-poc, buch-buch-poc lento y cadencioso, como los pasos de un atleta a punto de desfallecer en la recta final de una maratón. Alguien se acercaba muy despacio por el pasillo. Aguzó el oído pero el rumor de la lluvia y el tecleo de Marta le estorbaron en su propósito.
En un momento dado los pasos dejaron de oírse y empezó a girar la manija del picaporte. El fluorescente averiado se apagó definitivamente y tras la hoja de la puerta apareció un encorvado anciano envuelto en una gabardina verde oliva. Llevaba una bufanda marrón por encima de la nariz, que se adivinaba aguileña; una cinta roja, ceñida a la copa de su sombrero, le daba un cierto aire carnavalesco.

El viejo cerró la puerta tras de sí y se detuvo a tomar aliento, como desorientado. Levantó la cabeza y posó en Daniel una mirada turbia a través de sus gruesos y sucios lentes. Luego se acercó hasta él. Arrastraba los pasos con un buch-buch seguido del sordo poc provocado por el nudoso bastón al golpear en el terrazo. Su paraguas fue dejando un reguero de gotitas sobre las baldosas del departamento.

Un par de metros antes de alcanzar su destino, el extraño visitante dio un traspié y para no caerse se apoyó en una de las mesas vacías. Daniel acudió de inmediato a ayudarle.

―¿Está bien? ―le preguntó. Temía que aquel nonagenario se fuera a morir allí mismo.

El viejo tomó aire y se rehizo.

―Sí, estoy bien ―respondió con su voz cascada―. Soy como la última hoja del otoño, que se aferra a la rama. Al primer soplo me desprenderé...

Dieron las ocho en el reloj de la catedral y Daniel dejó escapar un resoplido de impaciencia. No le apetecía quedarse ni un minuto más con ese matusalén. Quería largarse con su novia, entrar en un bar a tomar algo y planificar el larguísimo fin de semana, que iba a durar hasta el miércoles.

―¿En qué puedo servirle? ―inquirió.

Marta dejó de teclear, se abotonó el abrigo y se despidió hasta el miércoles.

El anciano siguió a la mujer con la vista, hasta que ésta abandonó la sala. Después se volvió hacia Daniel.

―He traído algo ―dijo.

Sus manos enguantadas, trémulas, extrajeron de una bolsa de plástico un fajo de papeles sueltos, unos ochenta folios amarillentos, propensos a curvarse, como si hubieran permanecido enrollados mucho tiempo. Luego clavó una miraba baja y penetrante en la faz del muchacho.

―Te conozco. Tú eres el hijo de Daniel Cuadrado.

Pocos sabían lo harto que estaba Daniel de que todo el mundo le identificase como el «hijo de» Daniel Cuadrado.

―Yo también me llamo Daniel Cuadrado ―se limitó a replicar, sin demasiada acritud. Aquel no era el momento de despotricar contra el destino. Después de todo, había cosas peores que ser el heredero de una de las mayores fortunas de su Valladolid natal.

El anciano señaló el montón de folios.

―He creído que aquí podría interesarles. Parecen antiguos y he sorprendido a unos críos cuando los iban a quemar en una hoguera. No he podido encontrar algunas páginas. Mucho me temo que hayan sido pasto de las llamas.

Daniel hojeó los papeles, que presentaban una textura áspera y quebradiza. Llevaban texto manuscrito por ambas caras y despedían un penetrante tufo que sugería un lugar húmedo y oscuro.

―Hay un profesor experto en el estudio de documentos antiguos ―dijo―. Él sabría decirle de qué se trata. Pero ya no está. Vuelva el miércoles ―concluyó. Se preguntaba si para el miércoles el viejo seguiría vivo.

Devolvió los papeles al anciano, pero éste los rechazó.

―Quédese con ellos. A usted le serán más útiles. Además, no me dejarían entrar en el asilo con semejante porquería. La hermana Leonor registra todas mis bolsas; piensa que llevo fotos de chicas desnudas y que eso no le conviene a mi corazón. ¡Vieja fisgona!

―Está bien ―aceptó Daniel. Los papeles parecían valiosos, pero estaba seguro de que al anciano no le iban a hacer ninguna falta―. Déjeme su dirección y ya se le avisará.

―No importa. Me pasaré por aquí otro día.

El viejo cogió su paraguas y desanduvo el camino con su andar lento y arrastrado. Antes de salir, se giró hacia Daniel y, apuntándole con la contera del paraguas, le dijo:

―Ten mucho cuidado, hijito.

Tales palabras sonaron extrañas en los oídos de Daniel, como si no hubieran sido articuladas por la rota garganta de un moribundo.

Las pisadas del anciano se extinguieron por los pasillos de la facultad y Daniel empezó a examinar los papeles, intentando poner en práctica los conocimientos adquiridos en las clases de Paleografía y Diplomática, asignatura que impartía su primo, Juan Cuadrado.

La primera hoja estaba encabezada por un escudo con espada adiestrada, flanqueada por dos elementos heráldicos que no logró discernir, pues estaban muy borrosos. Tal vez su amigo Sandro, que había estudiado algo de heráldica, lograra identificarlos.

Sus ojos se posaron a continuación en los versos que seguían al escudo. Estaban escritos con tinta marrón, muy diluida, y habían sido trazados en letra inglesa, caligrafía cursiva de rasgos pequeños y muy pulcros. Decían así:

¿Eres tú Eurímaco?
Mira que Teoclímeno te espera
y la impaciencia ya hace mella en su ánimo.
Entonces, ¿deseas alcanzar a la bella Penélope?
Tensa, pues, el arco de Ulises
después de que llegue el Cronión con su rayo encendido.

Daniel leyó los versos hasta tres veces, pero no logró encontrar sentido alguno. ¿Eres tú Eurímaco? La pregunta le pareció demasiado direc­ta, como si hubiera sido formulada cientos de años atrás para que él la respondiera. Mira que Teoclímeno te espera. ¿Quién coños era ese tal Teoclímeno? La bella Penélope. El Cronión con su rayo encendido. Tensa, pues, el arco de Ulises... Aquello tenía toda la pinta de un acertijo y un prurito de desasosiego se instaló en su mente, como si las últimas palabras del extraño visitante hubieran querido avisarle de un peligro indefinido pero real.