jueves, 21 de enero de 2010

El manuscrito de Homero, capítulo 1º


Probablemente los acontecimientos hubieran resultado muy diferentes si Daniel hubiera cedido a la tentación de abandonar su puesto de bibliotecario becado en el departamento de Historia Moderna de la universidad y hubiera bajado a tomarse un café con su novia, Diana Castillejos, que a esas horas solía encontrarse estudiando en la biblioteca de Filosofía y Letras, un piso más abajo.

El muchacho extendió sus apuntes de Historiografía sobre la mesa e intentó estudiar, resignado al lento transcurrir de las horas, que se hacían eternas en aquella sala llena de estanterías repletas de libros, mesas vacías y ausencias. Todos sus compañeros se habían marchado hacía un buen rato: libros y apuntes no podían competir con la llamada de las botellas y los vasos al ritmo de la música de los bares. Era viernes, víspera del puente de carnaval.

Sólo Marta permanecía en su puesto. La administrativa aporreaba las gastadas teclas de su trasnochada máquina de escribir poniendo contrapunto al crepitar de la lluvia, que caía pertinaz sobre las cubiertas de cinc del tejado. En el techo, un fluorescente averiado pugnaba por encenderse y así espantar la tediosa penumbra que invadía la estancia.

Daniel bostezó. Hacía más de una hora que no entraba nadie en el departamento y el aburrimiento comenzaba a abrumarle. Nada en esa atmósfera pesada, casi muerta, indicaba que estaban a punto de repartirse las cartas de una partida que él no había elegido jugar. Su vista recorría los trazos rápidos y apenas legibles de sus apuntes, pero sus pensamientos transitaban muy lejos de allí.

Arrojó el bolígrafo sobre la mesa y levantó la vista hacia la ventana. El cristal le devolvió el reflejo de su rostro: su ancho cuello, sus mandíbulas angulosas, casi cuadradas, y sus ojos, claros e inteligentes, como los de su padre. Giró la cabeza y se fijó en Marta, que no dejaba de teclear. Se preguntó cuántos años tendría. El perfil de su torso conservaba el atractivo de una juventud nada lejana; sus piernas, cruzadas bajo el tablero de la mesa, aún lucían esbeltas y bien torneadas. De carácter, la mujer era más bien adusta: ella cumplía escrupulosamente con su tarea y a las ocho recogía sus cosas, daba las buenas tardes y se marchaba. Daniel reparó en las manos de la chica; tenía la impresión de que el tacto de esa piel debía resultar frío y rígido, igual que el caparazón de una tortuga. No obstante, advertía una pecaminosa fijación en esas manos de dedos largos y ágiles, que se movían con soltura sobre las teclas de la olivetti. Para él no había órgano más cargado de erotismo que las cuidadas manos de una mujer.

Se desperezó contra el respaldo de la silla y volvió a acordarse de Diana. Había quedado con ella a las ocho, en la puerta principal. Alguna vez había pensado que ella era lo más valioso que iba a sacar de su paso por la universidad. Allí la había conocido y sólo por eso consideraba bien empleados cada uno de esos cinco tediosos cursos que, a su entender, le ha­bían supuesto una absoluta pérdida de tiempo: estudiar Historia o pasarse tres tardes a la semana rellenando fichas y prestando polvorientos libros, no resultaba nada heroico para el orgulloso hijo de uno de los empresarios más acaudalados de la ciudad. El amor hacia su novia suscitaba en él un deseo vehemente de hacer algo grande, algo que reafirmase su hombría ante la chica y que acallara en su conciencia las dudas que a veces le asaltaban respecto al motivo por el que la muchacha le quería. Pero de sobra sabía que en el mundo domesticado donde le había tocado vivir no había lugar para los héroes; éstos sólo existían en las páginas de los libros o en las pantallas de los cines: héroes de papel o de celuloide, el material del que estaban hechos los sueños. Ignoraba que el destino le tenía reservada una partida de las buenas, de esas que se juegan a todo o nada, y que dicha partida estaba a punto de empezar, esa misma tarde y allí mismo, sin ir más lejos, en la penumbra de aquel adormilado departamento.

Alguien arrastró una silla en la lejanía de los pasillos. Fue entonces cuando Daniel reparó en un buch-buch-poc, buch-buch-poc lento y cadencioso, como los pasos de un atleta a punto de desfallecer en la recta final de una maratón. Alguien se acercaba muy despacio por el pasillo. Aguzó el oído pero el rumor de la lluvia y el tecleo de Marta le estorbaron en su propósito.
En un momento dado los pasos dejaron de oírse y empezó a girar la manija del picaporte. El fluorescente averiado se apagó definitivamente y tras la hoja de la puerta apareció un encorvado anciano envuelto en una gabardina verde oliva. Llevaba una bufanda marrón por encima de la nariz, que se adivinaba aguileña; una cinta roja, ceñida a la copa de su sombrero, le daba un cierto aire carnavalesco.

El viejo cerró la puerta tras de sí y se detuvo a tomar aliento, como desorientado. Levantó la cabeza y posó en Daniel una mirada turbia a través de sus gruesos y sucios lentes. Luego se acercó hasta él. Arrastraba los pasos con un buch-buch seguido del sordo poc provocado por el nudoso bastón al golpear en el terrazo. Su paraguas fue dejando un reguero de gotitas sobre las baldosas del departamento.

Un par de metros antes de alcanzar su destino, el extraño visitante dio un traspié y para no caerse se apoyó en una de las mesas vacías. Daniel acudió de inmediato a ayudarle.

―¿Está bien? ―le preguntó. Temía que aquel nonagenario se fuera a morir allí mismo.

El viejo tomó aire y se rehizo.

―Sí, estoy bien ―respondió con su voz cascada―. Soy como la última hoja del otoño, que se aferra a la rama. Al primer soplo me desprenderé...

Dieron las ocho en el reloj de la catedral y Daniel dejó escapar un resoplido de impaciencia. No le apetecía quedarse ni un minuto más con ese matusalén. Quería largarse con su novia, entrar en un bar a tomar algo y planificar el larguísimo fin de semana, que iba a durar hasta el miércoles.

―¿En qué puedo servirle? ―inquirió.

Marta dejó de teclear, se abotonó el abrigo y se despidió hasta el miércoles.

El anciano siguió a la mujer con la vista, hasta que ésta abandonó la sala. Después se volvió hacia Daniel.

―He traído algo ―dijo.

Sus manos enguantadas, trémulas, extrajeron de una bolsa de plástico un fajo de papeles sueltos, unos ochenta folios amarillentos, propensos a curvarse, como si hubieran permanecido enrollados mucho tiempo. Luego clavó una miraba baja y penetrante en la faz del muchacho.

―Te conozco. Tú eres el hijo de Daniel Cuadrado.

Pocos sabían lo harto que estaba Daniel de que todo el mundo le identificase como el «hijo de» Daniel Cuadrado.

―Yo también me llamo Daniel Cuadrado ―se limitó a replicar, sin demasiada acritud. Aquel no era el momento de despotricar contra el destino. Después de todo, había cosas peores que ser el heredero de una de las mayores fortunas de su Valladolid natal.

El anciano señaló el montón de folios.

―He creído que aquí podría interesarles. Parecen antiguos y he sorprendido a unos críos cuando los iban a quemar en una hoguera. No he podido encontrar algunas páginas. Mucho me temo que hayan sido pasto de las llamas.

Daniel hojeó los papeles, que presentaban una textura áspera y quebradiza. Llevaban texto manuscrito por ambas caras y despedían un penetrante tufo que sugería un lugar húmedo y oscuro.

―Hay un profesor experto en el estudio de documentos antiguos ―dijo―. Él sabría decirle de qué se trata. Pero ya no está. Vuelva el miércoles ―concluyó. Se preguntaba si para el miércoles el viejo seguiría vivo.

Devolvió los papeles al anciano, pero éste los rechazó.

―Quédese con ellos. A usted le serán más útiles. Además, no me dejarían entrar en el asilo con semejante porquería. La hermana Leonor registra todas mis bolsas; piensa que llevo fotos de chicas desnudas y que eso no le conviene a mi corazón. ¡Vieja fisgona!

―Está bien ―aceptó Daniel. Los papeles parecían valiosos, pero estaba seguro de que al anciano no le iban a hacer ninguna falta―. Déjeme su dirección y ya se le avisará.

―No importa. Me pasaré por aquí otro día.

El viejo cogió su paraguas y desanduvo el camino con su andar lento y arrastrado. Antes de salir, se giró hacia Daniel y, apuntándole con la contera del paraguas, le dijo:

―Ten mucho cuidado, hijito.

Tales palabras sonaron extrañas en los oídos de Daniel, como si no hubieran sido articuladas por la rota garganta de un moribundo.

Las pisadas del anciano se extinguieron por los pasillos de la facultad y Daniel empezó a examinar los papeles, intentando poner en práctica los conocimientos adquiridos en las clases de Paleografía y Diplomática, asignatura que impartía su primo, Juan Cuadrado.

La primera hoja estaba encabezada por un escudo con espada adiestrada, flanqueada por dos elementos heráldicos que no logró discernir, pues estaban muy borrosos. Tal vez su amigo Sandro, que había estudiado algo de heráldica, lograra identificarlos.

Sus ojos se posaron a continuación en los versos que seguían al escudo. Estaban escritos con tinta marrón, muy diluida, y habían sido trazados en letra inglesa, caligrafía cursiva de rasgos pequeños y muy pulcros. Decían así:

¿Eres tú Eurímaco?
Mira que Teoclímeno te espera
y la impaciencia ya hace mella en su ánimo.
Entonces, ¿deseas alcanzar a la bella Penélope?
Tensa, pues, el arco de Ulises
después de que llegue el Cronión con su rayo encendido.

Daniel leyó los versos hasta tres veces, pero no logró encontrar sentido alguno. ¿Eres tú Eurímaco? La pregunta le pareció demasiado direc­ta, como si hubiera sido formulada cientos de años atrás para que él la respondiera. Mira que Teoclímeno te espera. ¿Quién coños era ese tal Teoclímeno? La bella Penélope. El Cronión con su rayo encendido. Tensa, pues, el arco de Ulises... Aquello tenía toda la pinta de un acertijo y un prurito de desasosiego se instaló en su mente, como si las últimas palabras del extraño visitante hubieran querido avisarle de un peligro indefinido pero real.